Por Alison García
Psicóloga Clínica
Cada relación deja huellas. Algunas son sutiles, como recuerdos que nos enseñan y fortalecen personalmente y emocionalmente; otras son profundas, marcando nuestra forma de percibir y sentir con las relaciones con otros. Cuando esas experiencias no se procesan adecuadamente, terminan pesando sobre las nuevas conexiones cargando con heridas que no les corresponden a las nuevas personas que se integran a nuestra vida. La falta de resolución emocional puede manifestarse en desconfianza excesiva, miedo al abandono, reactividad desproporcionada o la necesidad de control.
Las relaciones suelen ser complejas y las experiencias dejan cicatrices, es fácil caer en la tentación de cargar al otro con aquello que aún duele. Sin darnos cuenta, proyectamos inseguridades, desconfianzas y temores, convirtiendo al vínculo actual en una extensión de los errores o fracturas que no supimos cerrar. Pero el amor genuino exige algo distinto: demanda conciencia, responsabilidad y sanación.
Esto implica mucho más que compartir momentos felices, promesas de eternidad o fidelidad. Es un compromiso profundo con el bienestar emocional propio y del otro posicionándonos en considerar que es lo que suena correcto para nosotros. Parte de ese compromiso implica la valentía de no trasladar las heridas no resueltas de relaciones pasadas al presente, evitando contaminar lo nuevo con las sombras del ayer.
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Amar así es elegir conscientemente a otro para así compartir de nuestra vida y ellos a nosotros de la suya. Es entender que cada vínculo merece la oportunidad de nacer limpio, sin las cadenas de lo no resuelto. Ni arrastras problemas que no son de esta nueva etapa. Es aceptar que nuestras cicatrices existen, pero no usarlas como armas o muros. En cambio, es construir un espacio seguro donde ambas personas puedan ser, sin el peso de lo que fue.
Reconocer que el verdadero amor implica una responsabilidad emocional no solo hacia uno mismo, sino también hacia el otro es un acto de madurez. No proyectar heridas sin sanar o miedos que aún duelen, es una muestra de respeto y cuidado. Y aunque no siempre sea fácil, porque el pasado suele encontrar formas de pedir su lugar, el amor también es eso la voluntad de enfrentar esos fantasmas sin dejar que gobiernen nuestras elecciones. Es atreverse a mirar con ojos nuevos, con paciencia y humildad, porque el otro no tiene la tarea de reparar lo que alguien más rompió.
Cuidar al otro de nuestras heridas no significa ocultarlas o fingir que no existen. Más bien, implica reconocerlas, trabajarlas y asumir la responsabilidad de nuestra propia sanación. El amor maduro entiende que la pareja no es un sanador ni un salvador. Nadie debería cargar con el peso de las batallas emocionales ajenas.
Una relación donde ambos asumen su propia sanación se convierte en un espacio seguro, lejos de las dinámicas de culpa o victimización. Aquí, el otro no es visto como una amenaza o un enemigo, sino como un compañero de crecimiento. En lugar de ser prisioneros del pasado, ambos pueden construir un presente más consciente y libre.