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Donde no floreces, no te quedes

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Por Alison García
Psicóloga Clínica

A veces, el verdadero problema no es que nos lastimen, sino que no sabemos irnos o no aprendimos cómo irnos de donde nos lastiman. Nos quedamos. Aguantamos. Esperamos cambios que no llegan y que no parecen que vayan a llegar. Nos convencemos de que tal vez mañana será diferente, de que lo que duele hoy puede curarse con tiempo, con amor, con paciencia. Pero la realidad es que muchas veces el amor no basta, y la paciencia se convierte en auto abandonó.

Nos han enseñado desde pequeños a soportar cosas que no debería. A no rendirnos. A luchar por lo que queremos. Pero rara vez nos dijeron que también hay que saber irse, que retirarse no siempre es huir, que a veces es el acto más valiente que podemos hacer por nosotros mismos en el lugar donde nos creímos algún día cuidados. Porque irse duele. Duele admitir que algo que quisimos tanto ya no es sano, que una persona a la que amamos nos rompe más de lo que nos construye y los recuerdos de lo bueno es lo que nos atrapa aún más.

Quedarse donde duele es una forma silenciosa de rendirse. Es permitir que el daño se haga rutina, que las lágrimas se vuelvan parte más constante de nuestros días, que el nudo en la garganta sea tan constante que olvidamos como ir tranquilos. No saber irse es perderse de uno mismo un poco cada día.

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Y no, no es fácil. No es fácil irse cuando aún se quiere y puede que cause, cuando hay recuerdos hermosos, promesas que alguna vez sonaron sinceras. No es fácil cerrar una historia que aún sentimos inconclusa. Pero hay que entender que no toda historia necesita un final perfecto para ser válida o para poder irnos en paz. A veces, el final más digno es el que elegimos por nuestro bien emocional, no por el amor que aún sentimos o que creemos que esta de tras de todos esos problemas.

Aprender a irse es aprender a amarse fuera de lo que construimos con alguien más pero ahora ya no está. Es entender que merecemos estar donde se nos cuiden, donde se nos respete, donde no tengamos que mendigar afecto, tiempo y mucho menos presencia. Es reconocer que nadie vale más que nuestra salud mental, que nuestro corazón no está hecho para ser campo de batalla constante en el que nos colocamos esperando ese felices para siempre del que tanta cuenta.

Irse también es un acto de fe en que lo que viene puede ser mejor, fe en que podemos sanar, fe en que, aunque hoy duela, un día vamos a entender por qué fue necesario vivirlo de esa forma. Y ese día, el dolor se volverá recuerdo, la herida se volverá lección, y el adiós se convertirá en libertad.

Porque sí, a veces el amor propio empieza cuando decidimos cerrar la puerta que tanto miedo nos daba cerrar. Y entonces, por fin, empezamos a volver a casa, a nosotros mismos.

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