Por Alison García
Psicóloga Clínica
Dejamos pasar el mundo por que creemos que en algún momento llegaremos a alcanzar eso que queremos sin mover un dedo por ello y usamos la típica frase “si es para mí, llegará”, esperando que la vida de repente tire las cartas a nuestro favor sin más.
A menudo vivimos creyendo que el tiempo es infinito, que siempre habrá un “más tarde” para aquello que posponemos. Decimos que mañana llamaremos a ese amigo con el que hemos perdido contacto, que algún día leeremos ese libro que aguarda en la estantería, o que en otro momento tomaremos ese café con la persona que tanto extrañamos y el café ya no llega. Pero la vida, silenciosa y constante, no espera. Y sin darnos cuenta, el “más tarde” se convierte en “demasiado tarde”; y eso duele por que damos por hecho demasiadas cosas y a las personas y lamentablemente o afortunadamente según lo veamos no somos eternos.
La prisa cotidiana nos envuelve. Nos levantamos, cumplimos con nuestras responsabilidades y, al final del día, nos prometemos que mañana será distinto o que nos esforzaremos más que el día anterior. Pero ese mañana llega igual que lo que lo que dijimos que iba a cambiar, con nuevas excusas y distracciones para seguir postergando todo y a todos. Nos decimos que habrá tiempo para el descanso, para el disfrute, para los afectos. Sin embargo, cada día que dejamos pasar sin propósito es un día que no volverá.
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La vida no siempre avisa cuando decide cambiar el rumbo. A veces, lo que parecía seguro se desvanece sin previo aviso. La oportunidad de abrazar a alguien, de pedir perdón, de decir “te quiero” o de atreverse a dar ese paso hacia lo desconocido puede desaparecer en un instante. Y lo único que queda es el peso del arrepentimiento, ese pensamiento punzante que nos recuerda lo que no hicimos cuando tuvimos la oportunidad.
Por eso, quizás sea momento de cuestionar nuestras propias postergaciones. ¿Qué estamos esperando? ¿Un día perfecto? ¿Un ánimo distinto? ¿La seguridad de que todo saldrá bien? La verdad es que nunca tendremos garantías absolutas de nada, pues la vida es tan incierta que, aunque planeamos todos nuestros días siempre habrá imprevistos. Pero lo que sí tenemos es el ahora: este preciso instante en el que podemos decidir, actuar y sentir.
No se trata de vivir con prisa, sino con conciencia. De valorar los momentos simples, las conversaciones espontáneas y los gestos cotidianos que no les damos la importancia. De dejar de asumir que las personas estarán siempre ahí, que las oportunidades volverán a presentarse o que llegarán de repente sin esforzarnos. La vida es frágil, y su belleza radica justamente en esa incertidumbre tan espontanea.
Así que, en lugar de dejar para después lo que realmente importa, quizás sea hora de dar ese paso de poner un esfuerzo extra de nuestra parte ya que cuando se hace desde la intención no se hace un sobre esfuerzo. Llamar, perdonar, arriesgarse, agradecer. Porque más tarde, la vida pasa. Y lo único que realmente tendremos será la certeza de haberla vivido.