Por Alison García
Psicóloga Clínica
La rutina tiene una cualidad engañosa pues ofrece seguridad. Nos brinda la ilusión de control, de estabilidad, de saber qué esperar del día siguiente. Nos envolvemos en ella como no porque el entorno sea ideal, sino porque al menos es predecible. Y en un mundo tan cambiante, tan caótico y a veces tan hostil, lo predecible puede parecer sinónimo de paz.
Pero, ¿Qué pasa cuando esa rutina empieza a asfixiar? Cuando los días se sienten como copias exactas unos de otros, es cuando empezamos a perder el interés en los que vemos cómodo. Lo paradójico es que, aunque la rutina duela, dejarla suele dar más miedo que quedarse en ella. ¿Por qué?
El miedo a dejar la rutina es, en realidad, el miedo al vacío, a lo incierto que nos podemos encontrar al arriesgarnos. Es la ansiedad de soltar algo sin saber si hay otra cosa esperándote. Cambiar implica tomar decisiones, asumir riesgos, enfrentarse a la posibilidad del fracaso, y eso es aterrador. La mente, programada para la supervivencia, no busca lo mejor, sino lo más seguro. Y la rutina, aunque aburrida o incluso dolorosa, es segura. Sabemos cómo movernos dentro de ella, incluso si no somos felices haciéndolo.
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También hay una dimensión emocional: a veces, la rutina está ligada a identidades, a relaciones, a entornos que, aunque ya no nos nutren, son parte de lo que creemos ser. Cambiar implica preguntarse quién soy si ya no hago esto, si ya no estoy con estas personas, si dejo este lugar. Y esas preguntas duelen porque sacuden todo lo que ya creíamos estables para nosotros o lo que así construimos para nuestra paz mental.
El miedo a dejar la rutina también se nutre del juicio social. En un mundo que valora la productividad, la constancia, “el tener todo bajo control”, romper con lo conocido puede parecer irresponsable, infantil o incluso fracasado. ¿Cómo vas a dejar un trabajo fijo por seguir una vocación? ¿Cómo vas a mudarte sola a otra ciudad sin tener todo resuelto? ¿Cómo vas a salir de una relación “estable” aunque ya no seas feliz?
Pero aquí hay una verdad el cambio da miedo, sí, pero quedarse donde uno no crece, duele. Y a veces ese dolor se disfraza de cansancio, de apatía, de insomnio, de una tristeza. Hay señales. El cuerpo y el alma hablan. Y cuando lo hacen, por más que intentemos callarlos con rutinas, agendas llenas y distracciones, al final se hacen oír.
Dejar la rutina no significa actuar sin pensar, ni lanzarse al vacío sin paracaídas. Significa tener el valor de mirar y reconocer si lo que estamos viviendo aún nos nutre o si ya estamos sobreviviendo por inercia. Significa hacerse preguntas incómodas y buscar respuestas con honestidad, aunque incomoden más.
Porque la vida no sucede en la zona del confort absoluto, sino en los bordes, donde hay dudas, pero también posibilidades. Donde hay miedo, pero también esperanza. Donde no todo está asegurado. Así que ese miedo es humano, legítimo. Pero no dejes que sea más grande que tu deseo de vivir. A veces, hay que tener el valor de soltar, para descubrir que también sabemos volar.