Por Monsetrrat García
Debo reconocer que mis papás me pegaron cuatro veces en mi vida (bueno sólo recuerdo esas ocasiones), dos cada quien.
La primera vez, tendría como seis años o menos, me emberrinché porque mi papá no me dejó ver una telenovela, entonces pataleé, grité y lloré, bueno, tremendo berrinche que hice, fue una gran actuación para que me dejaran ver esa telenovela de finales de los años 70, que la verdad no recuerdo cuál era, sólo me acuerdo de una protagonista morenita, de cabello rizado y donde la historia se desarrollaba como en zona tropical.
Al ver mi magistral berrinche (el único que hice así en mi vida), mi papá, en lugar de aplaudir, se encendió y me puso unas nalgadas, que yo creo que no me las dio con ganas, porque no recuerdo que me hayan dolido, pero a partir de ahí dejé de ver telenovelas, no por las nalgadas y el regaño, sino porque a mí papá no le gustaban y él fue mi principal ejemplo en mis primeras dos décadas de vida. Además, porque culpó a mi mamá de que me gustaran las telenovelas tan chiquilla y es que se supone que en aquel tiempo no eran programas aptos para menores de edad, a menos que fueran infantiles.
La segunda ocasión que recibí un “golpe educacional”, fue como a los 10 años, fue una cachetada de mi mamá, por “contestona”, y es que no sabía a qué se refería con ser “contestona”, ya me lo había dicho varias veces, yo sólo expresaba mi sentir y no consideraba que le estaba faltando al respeto, así era antes, los adultos no nos dejaban expresarnos porque era una falta de respeto, tal vez por eso hablo poco; suelo hablar como perico con quienes me siento segura de poder expresar lo que pienso, aunque son pocas personas.
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La tercera vez que me corrigieron fue como a los 12 años, también por decir algo, no recuerdo qué, pero en esa ocasión fue mi papá, me regañó y se quitó el cinturón y corrí por el patio hacia la puerta de la calle y en el trayecto sabía que no me iba a alcanzar, ahora pienso que pudo haberme alcanzado, pero no corrió rápido porque en realidad no quería pegarme y yo llegué a la puerta, pude haberme salido y seguir corriendo, pero no quise que la gente viera a mi papá correteándome, sentí que hubiera sido humillante para él, entonces me quedé en la puerta y me puso un cinturonazo que la verdad no me dolió, sé que no quería dármelo, pero “era su obligación” como papá hacerlo.
Y la última vez, mi mamá también me dio un cinturonazo como a los 17 años, que siempre le reclamé porque nunca supe por qué fue, nunca me dijo la razón.
No sé si esos “estate quieta” sirvieron para corregir algo en mí, la verdad creo que no, a pesar de ello, y a la distancia, no son momentos que recuerdo con rencor o enojo, más bien con desconcierto, porque nunca entendí cuál era el verdadero propósito, tan es así que no recuerdo con exactitud la falta de respeto que cometí, pero así fue nuestra generación, nada se nos explicaba, por lo que cuando me tocó ser mamá, todo lo explicaba, pero incluso así, sucumbí a dar el supuesto “correctivo a tiempo”, aunque si me preguntan, hubiera preferido nunca tener que recurrir a él, a pesar que como mis papás, lo hice sin querer, momento en el que entendí, que, de verdad, duelen más los “correctivos” que das como mamá o papá, que los que recibes como hija o hijo.
Y se preguntarán ¿Cuál es el mensaje o por qué Monsetrrat habla sobre este tema? Pues nada, sólo me estaba acordando y quise compartir mi experiencia con los “estate quieto” dados y recibidos, pienso que ahora hay más herramientas educativas, pero cada generación es distinta, así que, si llego a ser abuela, ya les platicaré si mi hija también los aplica.
